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Ahora que en algunas zonas el verbo «urbanizar» se va conjugando en todas sus formas, incluido el futuro imperfecto, hay que hablar ya del vacío como patrimonio, del espacio para el desahogo visual y vital. Me temo que la única salvación posible -una salvación personal, exiliada, dolorosa y dolorida muchas veces- está en la nada que seamos capaces de aprehender. Hay que darse prisa en llenar la retina de espacios y paisajes sin nada, humanizados a la antigua, cuando el hombre recurría por necesidad a los materiales del entorno y su intervención resultaba por ello necesariamente armónica. Hay que llenar de nada los garrafones, los calderos, los viejos bidones de la leche, la lata de porcelana de cuando faltaba el agua. Ahora que tantas cosas siguen llamándose igual pero no son lo que eran, porque en las fuentes ya no hay mofo ni se resbala, en los lavaderos no se lava, no hay reses que llevar a los bebederos, en los acantilados se conjura el vértigo y el peligro, y se acota el paso, y se interpreta todo -nunca se ha interpretado tanto para entender tan poco-, hay que ir anotando en una libreta cómo se escribía la vida y sus enseres. Una atalaya para divisar la sublime hondura de la nada y el vació es Peñes; nunca sabe uno por cuánto tiempo. Un buen lugar también para apuntar, a la luz del faro, cómo se pronuncia el cabo, ese «omphalos» diluviano -Xuan Pedrayes dixit- que lleva toda la vida marcándole a Asturias el Norte. Para entender el Cabo Peñes hay que verlo desde el Oeste, desde los altos de Podes o desde Verdicio, ganándole terreno al mar. Hay que verlo conforme va cayendo la tarde, cuando uno ya no necesita que le expliquen por qué en otro tiempo llamaron a aquello Pennas Albas. Para entender Peñes hay que ir andando desde El Ferrero, enfrentándose solo a esa recta que termina en la Punta la Gaviera y que te deja frente a la mar, a solas con el horizonte; la línea del último paisaje protegido, la misma estampa de siglos, la horizontal de todos los sueños, la tierra firme del porvenir. Hay que ir a Peñes en los días de mar brava, cuando las olas golpean contra la cuarcita de lo que hace trescientos millones de años fuera una gran cordillera, y la espuma compite con los cien metros de caída. Allí están todos los grises y todos los azules del Cantábrico traídos por el Nordeste. Hay que ir en un día de viento para sentir la mar golpeándote en la cara y empaparse de salmoria. Hay que ir al atardecer, para ver morir el sol más allá de los ripios y el lugar común; para paladear la belleza de la palabra «ocaso». Hay que ir en los días de niebla, para escuchar todos los turullos del mundo clamando desde tierra, para oír, venida desde más allá del tiempo, la voz de miles de mujeres con el nombre de un navío apretado entre los puños. Tendrían que sonar esas sirenas -que dicen que emiten la letra «P» en código morse- en la noche de septiembre del Carmen, cuando Bañugues entero se asoma a La Riba encarnando un palangre de pena y murmurando una salve. Hay que ir en una noche negra, para contar los segundos que tarda en pasar el resplandor del faro e intuir la silueta de la torre, y la linterna. Dicen que alumbró por primera vez un 15 de agosto de 1852, y que alzaron el edificio actual entre 1925 y 1929, pero uno se imagina que tiene por cimientos los rescoldos de una gran foguera que advirtiera del peligro a los navegantes de la historia y que trajera el fuego que faltaba para completar los Cuatro Elementos. Hay que posar la vista en cada peña, como si fuera una gaviota de las nacidas en la Herbosa, y anotar sus nombres. Hay que preguntar a los marineros por Les Ballenes, El Molín o La Llanona, o por esa isla que emerge sólo a la bajamar, como tantas veces la ilusión. Hay que sentarse en la Punta l'Agudo, o en El Saltu, o en L'Agua de Retuerba, o en La Ñaldera, y lanzar con un sedal de paciencia para ver pasar las ballenas de otros tiempos y todas esas aves inmigrantes a las que por ahora no les piden los papeles. Allí abajo, en el rompiente de la ola de pedregosas ensenadas mínimas, se marcan bellísimos trabajos de malla que cumplen los versos de Alfonso Camín; bordado efímero para engalanar un lecho en el que descansan demasiados nombres. Mirando a la Punta'l Castru aún es posible emocionarse con la belleza humilde del verde y de la roza -estampa elocuente de lo que pudiera ser Gozón-, y pronunciar despacio la palabra «rebancu» mientras vienen a la mente cientos de historias de probitud y lucha; de neñes co les manes en carne viva por andar recogiendo semilla de rebolles, de muyeres camín de Coneo a la arena, de tanto trabajo esparcido por la Riba Bermeya. Los glayíos de la gaviota descubren los mitos de la Herbosa y de La iglesia del Sabín, y todavía queda quien cuente aventuras de naufragios y narre en voz baja los detalles de aquel barco que perdió su carga de aceite para que la ganaran Viodo, Ferrero y Verdicio. Siguen viniendo de vez en cuando los viejos vigías y torreros, los de todos los tiempos; entre ellos el que mandara Alfonso III para la torre del Castro, o aquel que pedía en 1827, según nos cuenta José Francisco Granda, paja para la techumbre de la garita en la que se resguardaba del agua y una bandera para las señales de día. Vuelven a Peñes porque apenas saben caminar ya por otros sitios, pero mirando a la mar se encuentran a sí mismos. Habría que invitarles a quedarse algunos días para que les contasen a los niños cómo avisa el viento del futuro y cómo se conjura una tormenta. Peñes es la mar abierta y el acantilado, el vértigo; la libertad y el peligro. Peñes es la vertical de un faro y la horizontal de la rasa y la lontananza. Peñes es el brezo y la cuarcita, y la alegría de la manzanilla, y de esas flores que las aves traen de lejos. Y todo eso tiene muy poco que ver con torres de alta tensión y postes y cables y vallas y cierres y zapatas de hormigón y encofrados y pasarelas y monolitos y paneles y bancos. Ay, si descubriéramos la profundidad de la conocida expresión de Mies Van der Rohe: «Menos es más». |
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